segunda-feira, abril 11, 2005
"Canciones de amor en el Lolita’s club" - Juan Marsé

Juan Marsé. Foto: María José Rasero

Fragmentos da nova obra de Juan Marsé, disponíveis no El Cultural:
"Muy de lejos, al noroeste del país, un hombre casi idéntico y de la misma edad, treinta años, pero de aspecto más rudo, pelo de cepillo y la boca como un estropajo empapado de vodka, se incorpora desnudo junto a un camastro en la penumbra de un cuartucho.
Qué te debo, dice con la voz rota, pero sin acritud. Mientras se pone los pantalones pugna por abrir los párpados de plomo. Despierta. ¿Qué te debo?
Una voz tabacosa, ahogada bajo la almohada, farfulla: Ochenta.
Ni hablar. Sesenta y vas que chutas.
Termina de ponerse la camisa y la americana y mira el camastro donde ella duerme boca abajo. De su cuerpo apenas recuerda el frenético movimiento de la pelvis antes del fraudulento espasmo final, un prodigio de simulación. Una nalga oscura y bruñida, ofreciéndose con un repentino vigor y con su hoyuelo, asoma bajo la sábana revuelta. Un hermoso culo, piensa, y ni siquiera le he prestado atención. Lo destapa un poco más y vuelve a ver a la furcia de espaldas, girándose bajo la llovizna y viniendo hacia el coche con su paraguas transparente y meneando las caderas... Un buen policía adivina el trasero respingón de una mujer por su manera de andar, le oyó presumir un día al inspector Rubio, un baboso superviviente de la antigua brigada Político-Social.
La habitación es pequeña, cuelgan medias y prendas femeninas de una cuerda que roza su mejilla al darse la vuelta. Sus pies tropiezan con una botella vacía que rueda bajo la cama, su mano tantea la pistola en la sobaquera. Todo en orden. Nada se ha perdido, todavía. El hombre tira sobre el camastro unos billetes en euros. Antes de irse busca su cara en un espejo roto y se mira con profundo desagrado. Lleva en los nudillos de la mano derecha un vendaje con difusas manchas de sangre y flexiona los dedos comprobando su estado. Saca otro billete del bolsillo, lo deja prendido en una raja del espejo astillado y sale del cuarto cerrando la puerta.
Baja por una escalera estrecha y cochambrosa y alcanza el portal encendiendo un cigarrillo. El coche no está lejos. Mediados de marzo, un sol pálido, gritos de gaviota. En la calle se para un instante intentando recordar, un Renault Laguna azul con los flancos abollados. Sospecha que una vez más lo dejó mal aparcado, y esa infracción es precisamente lo que dibuja en su memoria el lugar exacto donde está el coche: entre un contenedor de basura y una parada de autobús, en una plazoleta solitaria.

Echa a caminar y emboca un callejón lateral. Las dos y media. No puede estar lejos. La boca abierta bebiendo la brisa salobre, que aplaca un tanto la insidia, la sequedad del alcohol. La americana arrugada, las solapas alzadas, frío en el corazón y ese escozor en la punta de la lengua. Saca una petaca de licor del bolsillo trasero del pantalón, echa un trago y se ajusta el vendaje en la mano. No alcanza todavía a ver el coche cuando ya le llegan los gritos de las mujeres y el petardeo de las motocicletas. Hoy no es tu día, piensa. Acerca de lo ocurrido ese maldito día, antes y después de encontrarse con el puño dolorido y fuerte resaca en el cuartucho de una puta del barrio portuario de Vigo, el agente Raúl Fuentes es interrogado por segunda vez para que aclare algunos puntos oscuros de su expediente disciplinario. El asunto Tristán.
–Vamos a ver, buscalíos –dice el inspector Pardo sacando el informe de la carpeta–. Por dónde empezamos.
–Por donde a ti más te gusta. Por el culo.
–Te van a empapelar, Fuentes, así que menos guasa. ¿Desde cuando estás en la Unidad de Narcóticos?
–Desde el regalito envenenado de los etarras. Volaron mi coche, ¿no lo sabías? –Se queda pensativo–. ¡Joder, el día antes le puse neumáticos nuevos!
–¿Habías recibido amenazas? –dice Pardo fría-mente–. Por qué. ¿También allí te pasaste con algún detenido? ¿Cuál fue tu cometido en Bilbao..?
–No estoy autorizado a responder a eso. Consulta los informes, si te dejan.
–Estuviste bastante tiempo infiltrado en la eta...
–No sigas por este camino, Pardo, no seas mamón.
–¿Pediste tú el traslado aquí, a Narcóticos?
–¿Quieres saber si en Euzkadi me acojoné...?
–Yo hago las preguntas.
–Pues no, compañero, aguanté hasta que me echaron.
–Bien, ya estás en Vigo. Ahora cuéntame el pollo que montaste el otro día en la calle Rivas, y por qué.
–Ya declaré sobre ese asunto.
–Quieren un informe más completo –insiste Pardo, y empieza a perder el control–. ¡Y no me lo pongas difícil, Fuentes, te prevengo! Tu versión no se ajusta a la verdad, así que empecemos otra vez por el principio.
Un whisky doble sería un buen principio, piensa. Se ve otra vez junto al Renault, agachándose para mirar debajo. ¿Cuántas veces habrá doblado la rodilla así, rápido, de una forma que él considera humillante, en los últimos meses? Una punzada en el hígado. Se levanta y echa otro trago de la petaca. Siente los pies hundiéndose en la arena, y alrededor de los pies, la mar transparente y dormida. Sigue el petardeo y rugidos de motocicleta.
No tengo nada que ocultar, piensa ahora, sentado displicentemente con los pies sobre su propio escritorio. Escucha la requisitoria de Pardo como si oyera llover, haciendo aviones y pajaritas de papel. De vez en cuando flexiona la mano que había llevado el vendaje.
–Mamado toda la noche y con una puta –añade Pardo revisando el informe. Aquí te contradices. ¿Tan alcoholizado estás que no te acuerdas?
–Lo olvidé todo menos el bonito trasero.
–Parece que ya de buena mañana ibas de ginebra hasta las cejas.
–Era vodka y era por la tarde. Como no afines, en vez de un expediente disciplinario te va a salir un pan como unas hostias.
–Bueno, qué pasó después.
Raúl abre la puerta del automóvil. Más allá el petardeo persiste, y entonces se vuelve a mirar: dos salvajes brincando en sendas motocicletas. Estás pringado, piensa en el acto.
–¿Me escuchas, Fuentes? –inquiere la voz nasal del instructor.
–Grrrrrrrrrr.
El interrogatorio tiene lugar en un ángulo de la sala de inspectores de la Unidad de Narcóticos, una sala espaciosa donde los agentes redactan los informes. Cuatro de ellos, incluida una mujer joven, trabajan en el otro extremo de la sala. El inspector Pardo, antiguo compañero de Raúl en el mismo grupo antidroga y ahora destinado a Régimen Interno, viste un traje gris impecable, gasta gafas de montura metálica y un bigotito negro bien recortado. Trabajada pinta de ejecutivo pulcro y eficiente. Recuesta la nalga en el canto de la pequeña mesa escritorio que contiene gavetas vacías, un teléfono y la grabadora que ha puesto en marcha él mismo. En la pared hay un mapa de las rías gallegas. Los archivadores metálicos están abiertos y denotan desorden, la gabardina de Raúl ha sido arrojada allí de cualquier modo, el tablero de avisos está acribillado de notas de trabajo, el ordenador cubierto con un plástico.
–Te escucho a ratos, joder.

Lo que todavía escucha es el petardeo de los motores y las voces de espanto de las moras. Dos muchachos con indumentaria de cuero cabalgando sendas motos de trial. Uno de ellos es un cabeza-rapada, el otro lleva casco y un cigarrillo en la boca. Caracolean y brincan agresivamente con sus máquinas, invadiendo la acera y asustando a dos mujeres marroquíes y a una niña que esperan el autobús en la parada, y que ante el acoso de los motoristas gimen y se abrazan, sin poder escapar del cerco. Los jóvenes gamberros lanzan gritos de guerra al estilo indio, muy divertidos, haciendo cabriolas a su alrededor. Una de las moras protege con su cuerpo a la niña, que sostiene dos globos de colores. No hay nadie más en la parada, y en la calle sólo se ve a un hombrecito con boina, plantado en la acera de enfrente y mirando lo que ocurre con estupor y espanto. El motorista que lleva casco, en una de sus pasadas rozando a las mujeres, revienta uno de los globos de la niña con la brasa del cigarrillo, y el otro globo se escapa.
–¿Conocías de algo a las moras?
–No. [...]
–¡Entonces, ¿qué te proponías?!–insiste Pardo–. ¿Por qué tenías que meterte donde no te llaman?
Raúl Fuentes esboza una sonrisa burlona.
–Había que romperle los huevos a alguien y tú no estabas allí... ¿Lo has cogido, o es demasiado para un chupatintas de Régimen Interno?
Arroja la gabardina sobre el asiento del coche y se vuelve a mirar a los dos gamberros. El que lleva casco se para un instante y se lo quita, gira la cabeza y mira a Raúl con el cigarrillo en la boca y un aire desafiante. Unos dieciocho años, muy rubio, crestas azules estilo punki y aros en las orejas. Una de las moras, viéndose acosada, corre y tropieza y chillando se cae de rodillas. Aterrada, se tapa la cara con las manos y se echa a llorar. Raúl cierra la puerta del coche y camina sin prisas hacia donde las mujeres. El otro gamberro, el cabeza-rapada, inicia una nueva acometida contra ellas y pasa junto a Raúl, que se gira bruscamente y le suelta un fuerte codazo en el hígado, derribándolo."
posted by George Cassiel @ 9:21 da manhã  
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"Este era un cuco que traballou durante trinta anos nun reloxo. Cando lle chegou a hora da xubilación, o cuco regresou ao bosque de onde partira. Farto de cantar as horas, as medias e os cuartos, no bosque unicamente cantaba unha vez ao ano: a primavera en punto." Carlos López, Minimaladas (Premio Merlín 2007)

«Dedico estas histórias aos camponeses que não abandonaram a terra, para encher os nossos olhos de flores na primavera» Tonino Guerra, Livro das Igrejas Abandonadas

 
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