Texto de Eduardo Casar no Hoja por Hoja (suplemento sobre livros - publicação mexicana dedicada à actividade editorial):
"Supongamos que, entre el mar de autores, editoriales y recomendaciones de libros que diariamente recibimos y confunden, uno llega a la librería decidido a comprar una obra. Ya sabe cuál. Pero al pararse frente al librero se enfrenta a un nuevo problema: ¡existen distintas ediciones del mismo título! ¿Cuál será la buena?, ¿hay una mejor que otra?, ¿en qué debe fijarse? Eduardo Casar presenta aquí algunas de sus manías a este respecto
En el conglomerado cosmos de la vida cotidiana tenemos gran cantidad de conductas que nos hacen movernos muy a gusto y muy justificados. Son la horma de nuestro ser en curso y podemos defenderla con énfasis y minuociosamente (sic). Por ejemplo: cada quien se baña según cierta secuencia: empieza por donde el jabón hace espuma para tener precisamente espuma y extenderla por el resto del cuerpo, o por la coronilla de la cabeza para que la mugre baje, o por los codos para que la lubricación jabonosa se esquine y contraesquine, o por los párpados para cerrarlos y no ver toda la secuencia vergonzante. Esas conductas se llaman mañas y las utilizamos para todo. Para escoger una edición también hay mañas. Pongo el primer ejemplo que me viene a la mente porque ha creado consenso y aclaro que entiendo por consenso algo que se piensa (una opinión, una creencia) y funciona y promueve actitudes incluso al margen de que éstas sean conscientes o estén fundamentadas en la diosa Razón: la colección Sepan Cuántos…, de Porrúa, la cual carga con el consenso de que leer en las dos columnas de cada página es insoportable. Cuando físicamente resulta lo contrario, es más fácil, pero muchos intelectuales leyeron ahí, en esa colección, sus textos clásicos, y además de que sentían que no los entendían (porque estaban comenzando a leer textos clásicos) sentían que no avanzaban rápido, que se tardaban mucho en El príncipe idiota, y se quedaron pegados a esa sensación. A mí me gustan mucho los Sepan Cuántos…, porque además tienen la humildad de que su lomo con el tiempo se craquela de una manera muy parecida a los seres humanos. Las traducciones, aunque casi nunca le dan el crédito al traductor, suenan bien. Toco con esto otra razón de las mías para escoger una edición cuando se trata de libros traducidos: hojeo y ojeo el libro y entonces veo (valga la redundancia) si me suena a español normal. Yo no leo literatura creativa en otras lenguas, leo libros teóricos, porque más o menos ya sé lo que van a decir pues el vocabulario teórico es un vocabulario limitado, pero la creación literaria implica desbordar el lenguaje y ahí sí se necesita un conocimiento profundo que sepa agarrarse a las raíces. Así que si me suena a español normal y no a la lunfardía de los regionalismos, adquiero el libro. Mis grandes ejemplos en este sentido son la traducción del Orlando, de Virginia Woolf, hecha por Borges, y la de Memorias de Adriano, de Margaritte Yourcenar, que hizo Julio Cortázar. Ambas escritoras parecen magníficas escritoras en español. Eso en lo que se refiere a la prosa. El caso de la poesía es más tragicómico, porque el manejo poético del lenguaje trabaja más cerca de las características digamos “materiales” del lenguaje: su sonoridad y su capacidad evocadora de imágenes: todo lo que apela de manera inmediata a los sentidos. Así que hay traducciones letales de poesía. El primer libro que me compré con el sueldo de mi primer trabajo fueron las obras completas de Baudelaire en las ediciones de Aguilar: era legible en prosa pero en poesía el traductor intentaba conservar la rima a como diera lugar: lo cual daba lugar a poemas que sonaban cursis y casi siempre suavecitos. Tuve que sacrificarlo, rematándolo. Pasa también con Rimbaud, que es tan famoso, pero que leído en una mala traducción, es inofensivo. Con un libro de poesía lo que hay que hacer, entonces, es leer algunos poemas, al azar, en la librería y sopensar cómo se sienten, si suenan al concepto que uno tiene de poesía. La colección Visor de Poesía, por ejemplo, tiene magníficas traducciones, como una de Esteban Torre de 33 poemas simbolistas, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, y otras que no suenan tan afortunadas. Esto en el caso de traducciones. Pero también en el caso de poesía en español: siempre leer algunos versos, siempre tocarlos; tal vez dejar que se enfríen y seguir recorriendo la librería, y si late algún magnetismo, si un verso persiste, regresar por el libro. En cuanto a la cosa material de las ediciones hay mucho que decir. Comenzando, sobre todo, por decir que no soy un bibliófilo, ese que ama a los libros como objetos y se fija en la factura de la encuadernación y en lo atractivo de la portada; el que aprecia la artesanía finísima y reconoce si la tipografía se impresionó con la plomada de los caracteres sueltos o con la más cibernética de las laseraciones (sic). No, no sé mucho de arte y de encuadernaciones, de esos tipos y cajas destempladas. Vicente Quirarte: ese sí sabe. A mí me gustan algunos libros aunque tengan las portadas feas. Mi antología de Miguel Hernández no tiene ni siquiera la Losada portada que debería tener, pero me gusta así, suelta y maleable. Y es que tiene, además, unos poemas muy buenos. Soy un humilde gustador de papel: prefiero los tamaños portátiles, los que se pueden leer en el metro, a los que hay que estacionar como si fueran tráilers en los espacios vacantes del escritorio. No entiendo el afán de los llamados libros institucionales que sirven para que pese más el piso y a la hora del temblor los de abajo se extingan más aprisa. Los libros grandes no se pueden leer en la cama, o sí, pero el riesgo es castrarse cuando nos cae de pronto la imperiosa guillotina del sueño. A las plantas hay que hablarles para que crezcan bien y se acomoden; el problema ahí es el idioma: si uno le habla en francés a una agaveácea, la agaveácea se seca; al eucalipto es bueno hablarle en griego, para que el floema, el tejido vascular se le altere. A los libros también hay que hablarles. Hay que tocarlos y pueden llevarse a veces como si fueran amuletos. En ocasiones, pues, salgo de la casa y cargo, por ejemplo, Historias de cronopios y de famas simplemente para saber que lo llevo conmigo: algo de su sentido del humor y el juego se me trasmina por una ósmosis extraña y cambia mi estado de ánimo, o lo mantiene agudo pero estable; es como si el libro liberara su poder connotativo y activara una memoria que estuviera dormitando: sucesos específicos, rostros y conversaciones que sucedieron en la época en la que conocí al libro en cuestión y se fue volviendo parte de mi modo de ser y de moverme. Con un libro de Hanna Arendt uno se siente más inteligente, por poner otro ejemplo. Escoger un libro tiene que ver también con la editorial. Hay varias editoriales que son una garantía: Siglo Veintiuno, Taurus, Anagrama tanto en ensayo como en narrativa. Recientemente de manera muy rápida ha conseguido una considerable confiabilidad la joven editorial Sexto Piso, muy postmoderna y propositiva. O Siruela, que hace unos libros bellísimos y que ya no es tan cara como lo era al principio (aunque se haya quedado un poco con esa fama); ellos publican, por ejemplo, a ese monstruo de la creatividad que fue Clarice Lispector. O a Lobo Antunes, otro autor difícil. Ojo: algunos libros tienen un extraño mecanismo por medio del cual se vuelven autofichables: usted los abre y ellos se deshojan: usted, entonces, le pone tema a la hoja en la esquina superior derecha y la guarda en su ficherito. También podría recomendarle comprar libros ya leídos: como ya lo están, usted se ahorra el esfuerzo de leerlos: nada más es cosa de guardarlos y prender la tele para ver Cantando por un Sueño, hasta conseguirlo."
Eduardo Casar é poeta, professor e crítico literário |